«Veritas liberabit vos», rezaba la insignia que nos obsequiaron al terminar el bachillerato. Una pequeña joya de plata que descansa en el fondo de alguna de mis muchas cajas, compartiendo espacio con otros recuerdos tras demasiadas mudanzas, para saber a ciencia cierta en cual.
Pero en realidad no resulta tan importante el hecho de poder observarla a día de hoy. Lo que permanece, es el significado y la trascendencia del fragmento de un versículo que se supone debería guiarnos siempre, y que tantas escuelas utilizan como mensaje para sus alumnos cuando se enfrentan al mundo. Con el tiempo, concluyes que discurrir por la vida con esa premisa no resulta tan fácil como a simple vista pudiera parecer; pero lo que cuenta es la intención que infunde en ti una misión de ese calibre.
Guardo un recuerdo amable de aquel momento, de aquel comedor y sus bancos de madera barnizada y suave, corría el año 1980, y me despedía de once años de convivencia y crecimiento continuo; del cole de toda la vida. Más adelante, veinticinco años después, las mismas mujeres que antes fuimos niñas y compañeras volvimos a compartir aquellas mesas. Fue como si el tiempo apenas hubiese pasado. Tal fue nuestra niñez y juventud, la educación que recibimos, que aún después del paso de los años, tuve la sensación de pertenecer a una generación capacitada para asumir cualquier cosa con naturalidad. Una generación privilegiada.
Cuarenta años han pasado desde que recibí aquella insignia y dije adiós a la infancia y la adolescencia, quince ya del reencuentro, y sigo pensando igual. Creo que todos los nacidos a principios de los sesenta fuimos forjados con un material que ya no se fabrica. Creo que crecimos asumiendo todo lo nuevo que surgía a nuestro alrededor con curiosidad y tolerancia, con mentalidad abierta, y con toda la energía del mundo. Fuimos bien alimentados en todos los sentidos, fuimos pioneros de lo nuevo, de lo rompedor, vivimos los albores de esta tecnología que ahora lo inunda todo. Y no se engañen, pequeños, nada es nuevo para nosotros, porque nosotros hemos creado el mundo que tan fáciles hace las cosas al resto de las generaciones del abecedario.
Así que ,sí, pertenezco a una generación única e irrepetible, porque nos ha tocado vivir entre dos mundos, el analógico: con sus hermosas bibliotecas y montones de pesados libros en la mochila, sus conciertos al aire libre, sus largas charlas de café y las salidas nocturnas con finales alternativos a la orilla del mar o en otra provincia, los viajes en tren, o los conciertos improvisados en la parada de un bus, un mundo tangible y verdadero; y el digital: rápido, despiadado, cobarde, superficial, lleno de inmensas y maravillosas posibilidades, aunque presa de un nuevo concepto obsceno de esa verdad que nos pusieron como premisa al salir de la escuela. Un mundo de posverdad y de mentira patológica, que hace difícil mantener esa energía única que nos ha guiado siempre.
No obstante, ese material con el que hemos sido fabricados no entra en los cánones de la obsolescencia programada, así que señores X,Y, Z y esos otros que están en tierra de nadie, dejen sitio, que nos toca poner orden a los de siempre.